Aguas grandes, Verónica Carman,1998
Desesperada, cada tarde, me inclinaba sobre la baranda del balcón que daba a la calle; necesitaba ver a mi marido bajar del tranvía para ahuyentar el miedo. Siempre el mismo tranvía. Durante la espera, ansiosa, recordaba las palabras de la adivina que, años atrás, en mi Alemania natal, me predijo: “En su destino está escrito que cruzará las aguas grandes, tendrá dos hijos y perderá a su marido en manos de un empleado.” Lo que me vaticinó no tenía mucho sentido, en ese momento lo tomé como lo que era: tan sólo invenciones de una gitana.
Quedé huérfana de padre a los once años. Mientras los demás chicos festejaban por las calles el carnaval, yo volvía llorando a mi casa con el reloj y el anillo que mi padre le enviaba a mi madre desde la cama del hospital, fue su último encargo antes de morir. Tuve que ayudar a mi mamá con mis dos hermanitos y empecé a trabajar muy joven, llevando las cuentas en un negocio de telas. Noviaba con el hijo del dueño cuando conocí a un joven ingeniero que me propuso matrimonio. Tenía que tomar una decisión y no tuve mejor idea que consultar a esta adivina que me anunció que dejaría a mi novio por el nuevo candidato. Las cosas comenzaban a cambiar.
Karl obtuvo un contrato para trabajar en Buenos Aires. ¿Buenos Aires? Capital de Argentina. ¿Argentina? País latinoamericano de promisorio futuro; eso era todo lo que sabía del lugar a dónde me llevaba la providencia. Nos casamos en la catedral de Colonia en 1910 y zarpamos de inmediato hacia el río de La Plata. Cruzamos las grandes aguas, con el océano Atlántico en mis ojos, vi como mi vida viraba su rumbo definitivamente.
Tengo que confesar que mi destino me sorprendió. Buenos Aires era pujante y hermosa, todavía lo es. En esta entrañable ciudad amé a mi marido y a mi familia que comenzó a crecer. En 1911 nació Jorge, cuando lo vi tan blanco recordé la piel de mi madre; al año siguiente llegó Elsa, que al verla no tan pálida, la partera exclamó: “¡ésta ya tomó mate!”
A cuatro años de nuestra llegada había terminado el contrato de Karl. Ansiábamos volver a la querida Europa, pero vimos asomar la guerra y decidimos quedarnos en la casita de Banfield. Teníamos una mejor prespectiva con las dos criaturas pequeñas y sin trabajo seguro para mi esposo acá, que la que nos presagiaban si volvíamos a nuestra Alemania.
Después de la segunda guerra no supe nada más de la familia que dejé en Colonia, sólo recibí noticias que retrataban ríos de sangre y destrucción. Mi vida aquí, en cambio, transcurrió tranquila. Pude disfrutar viendo crecer a mis hijos, mientras jugaban en el jardín del fondo con un padre magnífico, al que imaginaba asesinado a cada paso. Cada atardecer de mi vida en Argentina he sentido esa angustia enceguecedora que me invadía inconsolablemente. Lo vi bajar de ese tranvía día tras día, año tras año. Ese instante en el que distinguía a mi hombre, con su bigote con las puntas peinadas hacia arriba, una sonrisa explotaba en mi boca, sentía mis pestañas humedecerse y corría feliz escaleras abajo para abrazarlo con todas mis fuerzas.
Afortunadamente la adivina era una farsante y Karl murió de viejo; yo, desgraciadamente, tuve que padecer ese eterno martirio.
A veces me pregunto si mi amor por él fue tan grande o era mayor el terror que tenía a perderlo...
The Fortune Teller, Thomas Wilmer Dewing,1905
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