Evasión, Cristina Frigoni, 1998
Marcharse y soñar era tan fácil.
Atravesar la puerta dejando atrás la realidad que pataleaba tratando de llamar nuestra atención ya dispersa. Estábamos pisando la baldosa de los sueños. Era un simple paso, una separación imperceptible que nos transformaba en bellas y admiradas, cultas, distinguidas y soberbias señoritas.
Si hasta nos cambiaba el porte, la mirada. Sonreíamos condescendientes de deracha a izquierda, sin siquiera sentor la humedad que penetraba por la suela rota de nuestros zapatos.
La realidad podía alcanzarnos muy rápidamente si nos cruzábamos con algún vecino o cada vez que volvíamos a traspasar el umbral tan temido. Pero el trayecto de los sueños era nuestro. Lo decían las miradas de admiración que se cruzaban a nuestro paso.
Atesorábamos cada minuto del paseo vespertino de los sábados, el pelo reluciente, las manos cuidadas, apenas rubor en las mejillas y los labios.
Habíamos cosido toda la semana para transformar los viejos trajes del abuelo en trajecitos de gran moda. Y ahí estaba, la emocionante sensación de ser distintas, de haber nacido diferentes en un mundo equivocado.
Era tan fácil que alguna de nosotras no tomó conciencia todavía y se quedó del otro lado del umbral, donde ya se acabaron los paseos de la gente, que la empuja como puerta giratoria y la marea, mientras ella sonríe de derecha a izquierda como entonces, pero ahora.
Las tres princesas de la montaña azul, Humberto Caputi, 1946
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