31 dic 2010

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diciembre: Calendario Periodismo Social 2011





Periodismo Social fue creado por Alicia Cytrynblum en 2003 con el propósito de mejorar la cobertura de los temas sociales en la prensa e incidir en la creación de una agenda centrada en la inclusión y la perspectiva de derechos. Entre sus programas figuran newsletters con claves para el tratamiento periodístico de la temática social: Niñez y Adolescencia, Derechos humanos, Educación, Desarrollo sostenible, Monitoreo de medios. Red de diarios.
En 2010 comenzamos a rediseñar los informes y para 2011 preparamos el calendario de Periodismo Social, compartiendo la satisfacción de colaborar con una organización que fue nombrada de Interés Periodístico y Social por la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires en diciembre de 2010.

20 dic 2010

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derechos humanos 1

























¿Qué son los derechos humanos? 
Los derechos humanos son derechos inherentes a todos los seres humanos, sin distinción alguna de nacionalidad, lugar de residencia, sexo, origen nacional o étnico, color, religión, lengua, o cualquier otra condición. Todos tenemos los mismos derechos humanos, sin discriminación alguna. Estos derechos son interrelacionados, interdependientes e indivisibles.
Los derechos humanos universales están a menudo contemplados en la ley y garantizados por ella, a través de los tratados, el derecho internacional consuetudinario, los principios generales y otras fuentes del derecho internacional. El derecho internacional de los derechos humanos establece las obligaciones que tienen los gobiernos de tomar medidas en determinadas situaciones, o de abstenerse de actuar de determinada forma en otras, a fin de promover y proteger los derechos humanos y las libertades fundamentales de los individuos o grupos.
Human rights, Shigeo Fukuda

10 dic 2010

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derechos humanos 2

















10 de diciembre: día Mundial de los Derechos Humanos
La Declaración Universal de los Derechos del Humanos expresa que el respeto a los Derechos Humanos y a la dignidad de la persona humana “son los fundamentos para la libertad, justicia y paz en el mundo”. En 1950 la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, invitó a todos los Estados miembros y a las organizaciones interesadas, a que observaran el 10 de diciembre de cada año, como Día de los Derechos Humanos. Día en que se conmemora el aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948.
El Proyecto Nuevas Tácticas en Derechos Humanos, dirigido por un grupo diverso de organizaciones y profesionales internacionales, y coordinado por el Centro para Victimas de Tortura (CVT), fomenta la innovación táctica y el pensamiento estratégico dentro de la comunidad internacional de los derechos humanos. Trabaja para incrementar la eficacia de los profesionales y organizaciones mundiales desarrollando materiales y redes para compartir ideas creativas, y fomentar la innovación táctica.

30 nov 2010

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noviembre: Catálogo Angel Estrada 2011
















Comenzamos a trabajar para Angel Estrada en 2009 diseñando los productos de la línea LICENCIAS: cuadernos, blocks y packs metálicos y de polipropileno. También realizamos POP para marcas de Disney (Pooh, Mickey, Princesas, Hanna Montana, Jonas Brothers), Mattel (Barbie y Hot Wheels) y Turner (Ben 10).
Para 2010 armamos toda la línea de productos de los estrenos de la película Princess and the frog y la serie televisiva de Penguins.
También diseñamos cuadernos con las licencias de The Beatles, Madonna, Coldplay y Pink Floyd.
Para 2011 somos los responsables del diseño del catálogo general de la empresa
y los newsletters que acompañaron la campaña de e-marketing.
Fue un trabajo intenso y complejo, el resultado fue producto atractivo y eficiente.
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infancia 1











El barón rampante, Italo Calvino, 1960 (fragmento)

Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cósimo Piovasco de Rondó, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las espesas ramas de la gran encina del parque. Era mediodía, y nuestra familia por tradición se sentaba a la mesa a aquella hora, a pesar de estar ya difundida entre los nobles la moda, procedente de la poco madrugadora Corte de Francia, de comer a media tarde. Recuerdo que soplaba viento del mar y las hojas se movían. Cósimo dijo: «¡He dicho que no quiero y no quiero!», y rechazó el plato de caracoles. Nunca se había visto una desobediencia tan grave.
En la cabecera estaba el barón Arminio Piovasco de Rondó, nuestro padre, con peluca sobre las orejas a lo Luis XIV, anticuada como tantas cosas suyas. Entre mi hermano y yo se sentaba el abate Fauchelafleur, limosnero de nuestra familia y preceptor de nosotros dos. Delante teníamos a la generala Corradina de Rondó, nuestra madre, y a nuestra hermana Battista, monja doméstica. En el otro extremo de la mesa, frente a nuestro padre, se sentaba, vestido a la turca, el caballero abogado Enea Silvio Carrega, administrador e hidráulico de nuestras haciendas, y tío natural nuestro, como hermano ilegítimo de nuestro padre.
Hacía pocos meses, habiendo cumplido Cósimo los doce años y yo los ocho, habíamos sido admitidos a la misma mesa que nuestros padres; o sea que yo había salido favorecido en la misma hornada que mi hermano, antes de tiempo, porque no quisieron dejarme aparte comiendo solo. Favorecido lo he dicho por decir; en realidad tanto para Cósimo como para mí había terminado la buena vida, y añorábamos las comidas en nuestra habitación, nosotros dos solos con el abate Fauchelafleur. El abate era un viejecito seco y arrugado, que tenía fama de jansenista, y en efecto, había huido del Delfinado, su tierra natal, para librarse de un proceso de la Inquisición. Pero el carácter riguroso que todos acostumbraban a elogiar de él, la severidad interior que se imponía e imponía a los demás, cedían continuamente a una fundamental vocación por la indiferencia y el dejar pasar, como si sus largas meditaciones con la mirada clavada en el vacío no hubiesen conseguido más que tedio y desgana, y en cada dificultad, incluso mínima, viese la señal de una fatalidad a la que de nada valía oponerse. Nuestras comidas en compañía del abate comenzaban tras largas oraciones, con movimientos de cuchara comedidos, rituales, silenciosos, y ay del que levantara los ojos del plato o hiciera el más leve ruido sorbiendo el caldo...; pero al final de la sopa el abate ya estaba cansado, aburrido, miraba al vacío, daba chasquidos con la lengua a cada sorbo de vino, como si sólo las sensaciones más superficiales y efímeras consiguieran llegar hasta él; al segundo plato ya podíamos ponernos a comer con las manos, y terminábamos la comida arrojándonos corazones de pera, mientras el abate soltaba de vez en cuando uno de sus parsimoniosos: «Ooo bien...! Ooo alors...!»
Ahora, en cambio, en la mesa con la familia, tomaban cuerpo los rencores familiares, capítulo triste de la infancia. Nuestro padre, nuestra madre siempre allí delante, el uso de los cubiertos para el pollo, y estate derecho, y saca los codos de la mesa, ¡constantemente!, y además aquella antipática de nuestra hermana Battista. Comenzó una serie de reprimendas, de despechos, de castigos, de antojos, hasta el día en que Cósimo rechazó los caracoles y decidió separar su suerte de la nuestra.
Sólo más tarde me di cuenta de esta acumulación de resentimientos familiares; entonces tenía ocho años, todo me parecía un juego, nuestra guerra contra los mayores era la habitual de todos los chicos, no entendía que la obstinación que ponía mi hermano en ella ocultaba algo más hondo.
Nuestro padre el barón era un hombre fastidioso, la verdad, aunque no malvado; fastidioso porque su vida estaba dominada por ideas confusas, como sucede a menudo en épocas de cambio. Los tiempos agitados transmiten a muchos una necesidad de agitarse ellos también, pero totalmente al revés, o de forma desorientada: así, nuestro padre, con lo que entonces se estaba incubando, hacía alarde de pretensiones al título de duque de Ombrosa, y no pensaba más que en genealogías y sucesiones y rivalidades y alianzas con los potentados vecinos y lejanos.
Por eso en casa se vivía siempre como si estuviéramos en el ensayo general de una invitación a la Corte, no sé si a la de la emperatriz de Austria, del rey Luis, o quizá de aquellos montañeses de Turín. Nos servían un pavo, y nuestro padre observaba si lo trinchábamos y descarnábamos según todas las reglas reales, y el abate casi no lo probaba para no dejarse coger en un error, él que debía ayudar a nuestro padre en sus reprensiones. Del caballero abogado Carrega, en fin, habíamos descubierto su fondo de intenciones equívocas: hacía desaparecer muslos enteros bajo los faldones de su zamarra turca, para comérselos luego a mordiscos como le gustaba, escondido en la viña; y nosotros habríamos jurado (aunque nunca conseguimos pillarlo con las manos en la masa, de lo hábiles que eran sus movimientos) que se sentaba a la mesa con el bolsillo lleno de huesos ya descarnados, para dejarlos en el plato en lugar de los cuartos de pavo hechos desaparecer como por encanto. Nuestra madre la generala no contaba, porque usaba bruscos modos militares incluso al servirse en la mesa —«So! Noch ein wenig! Gut!»—, a los que nadie replicaba; pero con nosotros se comportaba, si no con etiqueta, con disciplina, y echaba una mano al barón con sus órdenes de plaza de armas —«Sitz' ruhig! ¡Y límpiate los morros!»—. La única que se encontraba a sus anchas era Battista, la monja doméstica, que descarnaba pollos con un ahínco extremo, fibra por fibra, con unos cuchillitos afilados que sólo tenía ella, parecidos a bisturís de cirujano. El barón, que acaso habría podido ponérnosla como ejemplo, no osaba mirarla, porque, con aquellos ojos espantados bajo las alas de la cofia almidonada, los dientes apretados en su amarilla carita de ratón, le daba miedo incluso a él. Se comprende, pues, que fuera la mesa el lugar donde salían a luz todos los antagonismos, las incompatibilidades entre nosotros, y también todas nuestras locuras e hipocresías; y que precisamente en la mesa se determinara la rebelión de Cósimo. Por esto me alargo al contarlo, puesto que, en la vida de mi hermano, ya no volveremos a encontrar ninguna mesa aparejada, podemos estar seguros.
Era también el único sitio en donde nos encontrábamos con los mayores. Durante el resto del día nuestra madre se retiraba a sus habitaciones a hacer encajes y bordados y filé, porque la generala, en realidad, sólo sabía ocuparse de estas labores tradicionalmente femeninas, y sólo con ellas se desahogaba de su pasión guerrera. Eran encajes y bordados que acostumbraban a representar mapas geográficos; y extendidos sobre cojines o tapices, nuestra madre los punteaba con alfileres y banderitas, señalando los planes de batalla de la Guerra de Sucesión, que conocía al dedillo. O bien bordaba cañones, con las distintas trayectorias que salían de la boca de fuego, y las cureñas, y los ángulos de tiro, porque era muy competente en balística, y tenía además a su disposición toda la biblioteca de su padre el general, con tratados de arte militar y tablas de tiro y atlas. Nuestra madre era una Von Kurtewitz, Konradine de pila, hija del general Konrad von Kurtewitz, que veinte años antes había ocupado nuestras tierras al mando de las tropas de María Teresa de Austria. Huérfana de madre, el general se la llevaba consigo al campo; nada novelesco, viajaban bien equipados, se alojaban en los mejores castillos, con un tropel de criadas, y ella se pasaba el día haciendo encajes de bolillos; eso que cuentan, que también ella iba a las batallas, a caballo, sólo son leyendas; siempre había sido una mujercita de piel rosada y nariz respingona como la recordamos nosotros, pero le había quedado esa paterna pasión militar, quizá como protesta contra su marido.
Nuestro padre era de los pocos nobles de nuestra tierra que fueron partidarios de los imperiales en aquella guerra; acogió con los brazos abiertos al general Von Kurtewitz en su feudo, puso a su disposición sus hombres, y para demostrar mejor su adhesión a la causa imperial se casó con Konradine; todo con la esperanza del Ducado, y también entonces le fue mal, como de costumbre, porque los imperiales se marcharon pronto y los genoveses lo cargaron de impuestos. Pero había ganado una buena esposa, la generala, como se la llamó después que su padre murió en la expedición a Provenza, y María Teresa le mandó un collar de oro sobre un. cojín de damasco; una esposa con la que estuvo casi siempre de acuerdo, aunque ella, criada en los campamentos, no soñaba más que en ejércitos y batallas y le recriminaba no ser más que un chalán desafortunado.
Pero en el fondo los dos se habían quedado en los tiempos de las Guerras de Sucesión, ella con la artillería en la cabeza, él con los árboles genealógicos; ella soñando para nosotros sus hijos un grado en un ejército, no importa cuál, él viéndonos en cambio casados con alguna gran duquesa electora del Imperio... Aun así fueron unos padres buenísimos, pero tan distraídos que los dos tuvimos que crecer casi abandonados a nosotros mismos. ¿Fue un bien o un mal? ¿Quién puede saberlo? La vida de Cósimo fue tan fuera de lo normal como metódica y modesta la mía, y sin embargo pasamos nuestra infancia juntos, indiferentes ambos a los resentimientos de los adultos, buscando caminos distintos de los frecuentados por la gente.
Trepábamos a los árboles (estos primeros juegos inocentes se cargan ahora en mi recuerdo de un destello de iniciación, de presagio; pero ¿quién lo pensaba, entonces?), subíamos por los torrentes saltando de roca en roca, explorábamos cuevas en la orilla del mar, nos deslizábamos por las balaustradas de mármol de las escalinatas de la villa. Por uno de estos deslizamientos se originó una de las más graves causas de discordia de Cósimo con los padres, porque fue castigado, injustamente según él, y desde entonces guardó rencor contra la familia (o la sociedad, o el mundo en general) que se manifestó luego en su decisión del 15 de junio.
A decir verdad, ya habíamos sido advertidos de no deslizamos por la balaustrada de mármol de las escaleras, no por miedo a que nos rompiésemos un brazo o una pierna, que de esto nuestros padres no se preocuparon nunca, y fue la razón —creo yo— de que nunca nos rompiésemos nada; sino porque al crecer y aumentar de peso podíamos echar abajo las estatuas de antepasados que nuestro padre había mandado colocar sobre los pilares terminales de las balaustradas en cada tramo de escaleras. Ya una vez Cósimo había hecho caer un tatarabuelo obispo, con la mitra y todo; le castigaron, y desde entonces aprendió a frenar un instante antes de llegar al final del tramo y a saltar cuando faltaba un pelo para chocar contra la estatua. También yo aprendí eso, porque lo seguía en todo, sólo que, siempre más modesto y prudente, me apeaba a la mitad del tramo, o bien no me deslizaba seguido, sino con continuos frenazos. Un día él bajaba por la balaustrada como una flecha, ¿y quién estaba subiendo las escaleras? El abate Fauchelafleur que se iba a pasear, con el breviario abierto, pero con la mirada fija en el vacío como una gallina. ¡Si hubiera estado medio dormido como de costumbre! Pero no, se hallaba en uno de esos momentos que también le daban, de extrema atención e inquietud por todo. Ve a Cósimo, piensa: balaustrada, estatua, ahora se le echa encima, ahora me reprenden también a mí (porque a cada travesura nuestra le regañaban también a él por no saber vigilarnos), y se lanza a la balaustrada para detener a mi hermano. Cósimo da contra el abate, lo arrastra consigo por la balaustrada (era un viejecito todo piel y huesos), no puede frenar, choca con más fuerza contra la estatua de nuestro antepasado Cacciaguerra Piovasco, cruzado en Tierra Santa, y se precipitan todos al pie de las escaleras; el cruzado hecho añicos (era de yeso), el abate y él. Hubo reprimendas hasta nunca acabar, azotes, deberes de castigo, encierros a pan y sopa fría. Y Cósimo, que se sentía inocente porque la culpa no había sido suya, sino del abate, salió con aquella invectiva feroz: «¡Yo me río de todos vuestros antepasados, señor padre!», que ya anunciaba su vocación de rebelde.
Nuestra hermana, en el fondo, lo mismo. También ella, si bien vivía en el aislamiento que le había impuesto nuestro padre, tras la historia del marquesito De la Mela, siempre había sido de espíritu rebelde y solitario. Qué fue lo que pasó aquella vez con el marquesito, nunca se supo del todo. Hijo de una familia enemiga nuestra, ¿cómo se pudo introducir en casa? ¿Y para qué? Para seducir, o mejor, para violar a nuestra hermana, se dijo en el largo litigio que mantuvieron después las dos familias. En realidad, nunca conseguimos imaginarnos a aquel bobalicón pecoso como un seductor, y menos aún con nuestra hermana, desde luego más fuerte que él, y famosa por echar pulsos incluso con los mozos de cuadra. Y además, ¿por qué fue él quien gritó? Y los criados que acudieron con nuestro padre, ¿por qué lo hallaron con los pantalones hechos pedazos, destrozados como por las garras de una tigresa? Los De la Mela nunca quisieron admitir que su hijo hubiese atentado contra el honor de Battista ni consintieron el matrimonio. Así nuestra hermana acabó sepultada en casa, con los hábitos de monja, aún sin haber hecho votos ni siquiera de terciaria, dada su dudosa vocación.
Su ánimo pérfido se expansionaba sobre todo con la cocina. Era excelente cocinando, ya que no le faltaba ni prontitud ni fantasía, cualidades principales para una cocinera, pero donde ella ponía las manos no se sabía qué sorpresas podían llegarnos luego a la mesa; una vez preparó unas tostadas con paté, la verdad es que exquisitas, de hígado de ratón, y no nos lo dijo hasta que las hubimos comido y encontrado buenas; por no hablar de las patas de saltamontes, las de atrás, duras y dentelladas, puestas en mosaico sobre un pastel; y los rabitos de cerdo, asados como si hubiesen sido rosquillas; y aquella vez que dio a cocer un puercoespín entero, con todas las púas, quién sabe por qué, desde luego sólo para impresionarnos cuando levantaron el cubreplatos, porque ni ella, que siempre comía todas las cosas raras que preparaba, lo quiso probar, aún cuando era un puercoespín cachorro, rosado, sin duda tierno. En realidad, gran parte de esta horrenda cocina era ingeniada sólo por su aspecto, más que por el placer de hacernos saborear junto a ella manjares con unos sabores horripilantes. Estos platos de Battista eran unas obras de delicada orfebrería animal o vegetal: coliflores con orejas de liebre puestas sobre un anillo de pelos de liebre; o una cabeza de cerdo de cuya boca salía, como si sacara la lengua, una langosta roja, y la langosta entre las pinzas sujetaba la lengua del cerdo como si se la hubiese arrancado. Luego los caracoles: había conseguido decapitar no sé cuántos caracoles, y las cabezas, aquellas cabezas de caballitos tan viscosas, las había clavado, creo que con mondadientes, sobre unas pastas de hojaldre, y parecían, cuando llegaron a la mesa, una bandada de minúsculos cisnes. Y más aún que la vista de aquellas chucherías impresionaba pensar en todo el empeño que sin duda Battista había puesto al prepararlas, imaginar sus manos sutiles mientras desmembraban aquellos cuerpecitos de animales.
El modo en que los caracoles excitaban la macabra fantasía de nuestra hermana, nos empujó, a mi hermano y a mí, a una rebelión, que era, al mismo tiempo, de solidaridad con los pobres animales atormentados, de desagrado por el sabor de los caracoles cocidos y de exasperación por todos y todo, hasta el punto que no hay que sorprenderse que a partir de ese momento madurase Cósimo su gesto y todo lo que le siguió.
Habíamos urdido un plan. Cuando el caballero abogado traía a casa un cesto lleno de caracoles comestibles, los metían en un tonel de la bodega, para que ayunaran, y comiendo sólo salvado se purgasen. Al desplazar la tapa de tablas de este tonel aparecía una especie de infierno, en el que los caracoles subían por las duelas con una lentitud que ya era un presagio de agonía, entre restos de salvado, estrías de opaca baba agrumada y coloreados excrementos, recuerdo de los buenos tiempos de las hierbas al aire libre. Algunos estaban fuera del caparazón, con la cabeza extendida y los cuernos separados, otros encogidos, dejando asomar solamente desconfiadas antenas, otros de tertulia como comadres, otros adormecidos y encerrados, otros muertos, vueltos al revés. Para salvarlos del encuentro con aquella siniestra cocinera, y para salvarnos a nosotros de sus opíparas comidas, practicamos un agujero en el fondo del tonel, y desde allí trazamos con briznas de hierba picada y miel, un camino lo más escondido posible, detrás de barriles y aparejos de la bodega, para incitar a los caracoles a la fuga, hasta un ventanuco que daba a un bancal inculto y lleno de maleza.
Al día siguiente, cuando bajamos a la bodega a examinar los efectos de nuestro plan, a la luz de una vela inspeccionamos las paredes y los corredores. «¡Aquí hay uno! ¡Aquí otro! ¡Mira éste hasta dónde ha llegado!» Ya una hilera de caracoles sin grandes claros recorría el suelo y las paredes, del tonel al ventanuco, siguiendo nuestra pista. «¡Rápido, caracoles! ¡De prisa, escapad!», no pudimos contenernos de decirles, viendo los animalillos andar lentamente, no sin desviarse en inútiles rodeos por las desconchadas paredes de la bodega, atraídos por ocasionales depósitos y mohos y grumos; pero la bodega estaba oscura, abarrotada, accidentada; esperábamos que nadie pudiera descubrirlos, que todos tuvieran tiempo de escapar.
En cambio, aquel alma sin paz de nuestra hermana Battista de noche recorría toda la casa a la caza de ratones, sosteniendo un candelabro, y con la escopeta bajo el brazo. Aquella noche pasó por la bodega, y la luz del candelabro iluminó un caracol perdido en el techo, con la estela de baba argéntea. Retumbó un disparo. Todos en las camas nos sobresaltamos, pero enseguida volvimos a hundir la cabeza en la almohada, acostumbrados como estábamos a las cacerías nocturnas de la monja doméstica. Pero Battista, destruido el caracol y desplomado un trozo de revoque con aquel escopetazo irrazonable, comenzó a gritar con su vocecilla estridente: «¡Socorro! ¡Se escapan todos! ¡Socorro!» Acudieron los criados medio desnudos, nuestro padre armado con un sable, el abate sin peluca, y el caballero abogado, aún antes de entender nada, por miedo a incordios, escapó al campo y se fue a dormir a un pajar.
Al claror de las antorchas todos se pusieron a dar caza a los caracoles por la bodega, aunque a nadie le importaran gran cosa, pero ahora ya estaban despiertos y no querían admitir, por el amor propio de siempre, que se habían molestado para nada. Descubrieron el agujero en el tonel y comprendieron en seguida que habíamos sido nosotros. Nuestro padre vino a calentarnos a la cama, con el látigo del cochero. Acabamos recubiertos de estrías violetas en la espalda, las nalgas y las piernas, encerrados en un triste cuartucho a modo de prisión.
Nos tuvieron allí tres días, a pan, agua, ensalada y sopa fría (que, por suerte, nos gustaba). Después, la primera comida en familia, como si nada hubiese ocurrido, todos de maravilla, aquel mediodía del 15 de junio; ¿y qué había preparado nuestra hermana Battista, encargada de la cocina? Sopa de caracoles y guiso de caracoles. Cósimo no quiso tocar ni siquiera un caparazón. «¡Comed u os volvemos a encerrar de inmediato en el cuartucho!» Yo cedí, y empecé a tragarme los moluscos. (Fue un poco una bajeza por mi parte, que hizo que mi hermano se sintiera más solo, por lo que en su abandonarnos había también una protesta contra mí, que lo había decepcionado; pero sólo tenía ocho años, y además ¿de qué sirve comparar mi fuerza de voluntad, o mejor, la que podía tener de niño con la obstinación sobrehumana que marcó la vida de mi hermano?)
—¿Y eso? —dijo nuestro padre a Cósimo.
—¡ No y no! —dijo Cósimo, y rechazó el plato.
—¡Fuera de esta mesa!
Pero Cósimo ya nos había vuelto las espaldas y estaba saliendo del comedor.
—¿Adónde vas?
Lo veíamos por la puerta de cristales mientras cogía su tricornio y su espadín en el vestíbulo.
—¡Lo sé yo! —y corrió hacia el jardín.
Al cabo de un momento, por las ventanas, vimos que trepaba por la encina. Iba vestido y acicalado con gran pulcritud, tal como nuestro padre quería que viniese a la mesa, pese a sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con colas, calzones de color malva, espadín, y polainas altas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a una forma de vestir más acorde con nuestra vida campestre. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba dispensado de los polvos en los cabellos, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar). Así que subía por el nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con la seguridad y rapidez que se debían a la larga práctica llevada a cabo conjuntamente.
Ya he dicho que en los árboles pasábamos horas y horas, y no por algún motivo provechoso como hacen tantos chicos, que suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos de pájaros, sino por el placer de salvar salientes del tronco y horcaduras, y llegar lo más arriba posible, y encontrar sitios adecuados donde entretenernos mirando el mundo allá abajo, y poder gastar bromas a quien pasara por debajo. Consideré pues natural que el primer pensamiento de Cósimo, en aquel injusto ensañarse contra él, hubiese sido el de trepar a la encina, árbol que nos era familiar, y que teniendo las ramas a la altura de las ventanas del comedor, imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia.
Vorsicht! Vorsicht! Pobre, ¡se va a caer! —exclamó ansiosa nuestra madre, que nos habría visto de buena gana a la carga bajo los cañonazos, en tanto que se inquietaba por todos nuestros juegos.
Cósimo subió hasta la horquilla de una gruesa rama en donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas que le colgaban, cruzado de brazos con las manos bajo los sobacos, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente.
Nuestro padre se asomó al antepecho.
—¡Cuando te canses de estar ahí ya cambiarás de idea! —le gritó.
—Nunca cambiaré de idea —dijo mi hermano desde la rama.
—¡Ya verás, en cuanto bajes!
—¡No bajaré nunca más! Y mantuvo su palabra.


The Tree of Life, Gustav Klimt, 1909

5 nov 2010

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infancia 2














Canción de la niñez, Peter Handke, 1992

"Cuando el niño era niño
andaba con los brazos colgando,
quería que el arroyo fuera un río,
que el río fuera un torrente,
y que este charco fuera el mar.
Cuando el niño era niño
no sabía que era niño,
para él todo estaba animado,
y todas las almas eran una.
Cuando el niño era niño
no tenía opinión sobre nada,
no tenía ninguna costumbre,
se sentaba en cuclillas,
tenía un remolino en el cabello,
y no ponía caras cuando lo fotografiaban.
Cuando el niño era niño
era el tiempo de preguntas como:
¿Por qué yo soy yo y por qué no tú?
¿Por qué estoy aquí y por qué no allí?
¿Cuando empezó el tiempo y dónde termina el espacio?
¿Acaso la vida bajo el sol no es sólo un sueño?
Lo que veo y oigo y huelo,
¿no es sólo la apariencia de un mundo ante el mundo?
¿Existe de verdad el mal
y gente que realmente son malos?
¿Cómo puede ser que yo, el que soy,
no fuera antes de devenir, y que un día yo,
el que yo soy, no seré más ese que soy?
Cuando el niño era niño
le costaba tragar las espinacas, los porotos,
el arroz con leche y el coliflor saltado,
y ahora come todo, no sólo por necesidad.
Cuando el niño era niño
alguna vez despertó en una cama extraña,
y ahora, una y otra vez.
Muchas personas le parecían bellas,
y ahora, sólo con suerte.
Imaginaba claramente un paraíso,
y ahora, cuando mucho, lo adivina.
No podía pensar una nada,
y hoy, se estremece ante ella.
Cuando el niño era niño
jugaba entusiasmado,
y ahora se concentra como antes
solo cuando se trata de su trabajo.
Cuando el niño era niño
las manzanas y el pan le bastaban de alimento,
y todavía es así.
Cuando el niño era niño
las moran le caían en la mano,
como sólo caen las moras,
y aún es asi todavía;
las nueces frescas le ponían áspera la lengua,
y ahora todavía;
encima de cada montaña tenía el anhelo de una montaña más alta,
y en cada ciudad el anhelo de una ciudad aún más grande,
y siempre es así todavía.
En la copa del árbol tiraba de las cerezas
con igual deleite como hoy todavía;
se asustaba de los extraños,
como todavía se asusta;
esperaba las primeras nieves,
y todavía las espera.
Cuando el niño era niño
lanzó un palo como una lanza contra el árbol,
y hoy vibra ahí todavía."


31 oct 2010

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octubre: LAP guía de running

















 

Este mes cerramos nuestro primer número de LAP, guia de running. Es una publicación que difunde las actividades del running en nuestro país y en el exterior. Los deportistas amateur la encuentran en cada carrera o evento. El equipo de LAP nos pidió el rediseño de la publicación. Planteando una estrategia editorial y respetando su identidad planteamos un diseño dinámico, con textos cortos y precisos. Con una edición fotográfica cuidada, tipografías modernas y ágiles, una paleta de color saturada, secciones fijas claras, la guía logra transmitir el espíritu del running a través de un recorrido activo por secciones con información útil y notas relacionadas al universo que rodea la actividad.

20 oct 2010

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triatlón 1


De que hablo cuando hablo de correr,
Haruki Murakami, 2007 (fragmento)


Había empezado a correr en el otoño de 1982 y, desde entonces, había corrido sin interrupción durante casi veintitrés años. Había hecho footing casi todos los días, había corrido por lo menos un maratón al año (contándolos, he corrido veintitrés hasta ahora) y, además, había participado en incontables carreras de todo tipo de distancias, tanto largas como cortas, por todos los lugares del mundo. Correr largas distancias siempre había ido biencon mi naturaleza. Simplemente, disfrutaba corriendo. Correr era paramí, de entre las numerosas costumbres adquiridas a lo largo de mi vida,tal vez la más provechosa y la que más sentido tenía. Y creo que,gracias a haber corrido ininterrumpidamente durante veintitantos años,mi cuerpo y mi espíritu se fueron formando y fortaleciendo.
No puede decirse que yo esté hecho para los deportes de equipo. Para bien o para mal, es algo con lo que se nace. Siempre que juego al fútbol o al béisbol (salvo durante mi infancia, es algo poco frecuente), nopuedo evitar sentirme ligeramente incómodo. Tal vez se deba a que notengo hermanos, pero lo cierto es que los juegos de equipo no meapasionan nada. En cuanto a los juegos en que se enfrentan dos personas, como el tenis, tampoco puedo decir que sean mi fuerte. El squash me gusta, pero, cuando juego un partido, tanto si gano como sipierdo, no acabo de quedarme convencido. Los deportes de combate también se me dan mal. Por supuesto, yo también tengo mi pundonor y no me gusta perder. Pero desde antaño, no sé por qué, nunca he tenido especial interés encompetir con los demás para ver quién gana o pierde. Y esta tendenciano ha cambiado, en general, al hacerme adulto. En este y en otro sámbitos, no me preocupa en exceso si gano o me ganan. Me interesamás ver si soy o no capaz de superar los parámetros que doy porbuenos. Y, en este sentido, las carreras de fondo encajaban perfectamente con mi mentalidad. Si uno prueba a correr un maratón se da cuenta de ello: a los corredoresde fondo no les importa demasiado que otro corredor les supere osuperar a otro durante la carrera.
Por supuesto, si uno llega a ser uncorredor de elite de los que aspiran a la victoria, entonces superar alrival que se tiene delante cobra mucha importancia, pero en general,para los que no formamos parte de esa elite, una victoria o una derrota en particular no es crucial. Es posible también que, entre estos últimos, haya quien corra con la motivación de no querer que le gane tal o cual persona, y quizás eso les sirva de estímulo para entrenar. Pero si tumotivación para correr una carrera desaparece (o disminuye) cuandodeterminado rival, por los motivos que sean, no puede participar en ella, está claro que no aguantarás mucho como corredor.
La mayoría de los corredores suele afrontar las carreras fijándose de antemano un objetivo concreto, del estilo: «Esta vez intentaré hacerlo en tal tiempo». Si consiguen recorrer cierta distancia en el tiempo que sehan fijado, entonces «han conseguido algo», y, si no lo logran, entonces «no lo han conseguido». Pero, aun suponiendo que no logren correr en el tiempo que se han fijado, si al acabar sienten la satisfacción de haberhecho todo lo posible, si experimentan una reacción positiva que lesvincule con la siguiente carrera, la sensación de haber descubierto algogrande, tal vez ello suponga ya, en sí mismo, un logro. En otras palabras, el orgullo (o algo parecido) de haber conseguido terminar lacarrera es el criterio verdaderamente relevante para los corredores defondo.
Lo mismo cabe decir respecto del trabajo. En la profesión de novelista (al menos para mí) no hay victorias ni derrotas. Tal vez el número de ejemplares vendidos, los premios literarios, o lo buenas o malas quesean las críticas constituyan una referencia de los logros obtenidos, pero no los considero una cuestión esencial. Lo más importante es si lo escrito alcanza o no los parámetros que uno mismo se ha fijado, yfrente a eso no hay excusas. Ante otras personas, tal vez, uno puedaexplicarse en cierta medida. Pero es imposible engañarse a uno mismo. En este sentido, escribir novelas se parece a correr un maratón. Por explicarlo de un modo básico, para un creador la motivación se halla, silenciosa, en su interior, de modo que no precisa buscar en el exterior ni formas ni criterios.
Para mí, correr, al tiempo que un ejercicio provechoso, ha sido también una metáfora útil. A la par que corría día a día, o a la vez que iba participando en carreras, iba subiendo el listón de los logros y, a basede irlo superando, el que subía era yo. O, al menos, aspirando a superarme, me iba esforzando día a día para conseguirlo. Ni que decir tiene que no soy un gran corredor. Mi nivel es extremadamente corriente (por no decir mediocre, un término quizá más adecuado). Pero eso no es en absoluto importante. Lo importante es ir superándose, aunque sólo sea un poco, con respecto al día anterior. Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ése no es otro que el tú de ayer.
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Man running, Eadweard Muybridge, 1896

2 oct 2010

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triatlón 2





 















El nadador, John Cheever, 1964 (fragmento)

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
—Anoche bebí demasiado. ­—Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
—Bebí demasiado —dijo Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —dijo Lucinda Merrill.
—Seguramente fue el vino —dijo Helen Westerhazy—. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.
Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla- y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
—Caramba, Neddy —dijo la señora Graham—, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa. —Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
—¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. —Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad- se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.
La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.
Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas- expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas-, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto- nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
—¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!
Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
—Estoy nadando a través del condado —dijo Ned.
—Vaya, no sabía que era posible —exclamó la señora Halloran.
—Bien, vengo de la casa de los Westerhazy —afirmó Ned—. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:
—Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
—¿Mis desgracias? —preguntó Ned—. No sé de qué habla.
—Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—, y las niñas están allí.
—Sí —suspiró la señora Halloran—. Sí… —Su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad—. Gracias por permitirme nadar.
—Bien, que tenga un buen viaje —dijo la señora Halloran.
Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
—Oh, Neddy —exclamó Helen—. ¿Almorzaste en casa de mamá?
—En realidad, no —dijo Ned—. Pero en efecto vi a tus padres. —Le pareció que la explicación bastaba—. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.
—Bien, me encantaría —dijo Helen—, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
—Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger —dijo Helen—. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
—Bien, me mojaré —dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro—. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos —dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger-. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
—Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo —dijo en voz alta— y también los intrusos.
Ella no podía perjudicarlo socialmente… eso era indudable, y él no se impresionó.
—En mi carácter de intruso —preguntó cortésmente—, ¿puedo pedir una copa?
—Como guste —dijo ella—. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
—Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. —Y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… —Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. —Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual- era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que era quien prevalecía, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?
—¿Qué deseas? —preguntó.
—Estoy nadando a través del condado.
—Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
—¿Qué pasa?
—Si viniste a buscar dinero —dijo—, no te daré un centavo más.
—Podrías ofrecerme una bebida.
—Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
—Bien, ya me voy.
Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal- en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

Brian Jones Swimming Pool, Dexter Dalwood, 2000.