Contrarreloj, Eugenio Fuentes, 2009 (fragmento)
Hamelt miró la bicicleta como si la odiara: un instrumento de tortura, un conjunto articulado de hierros, gomas, cables y cadena diseñado para llevar el cuerpo del ciclista más allá de los límites del esfuerzo, hasta alcanzar las zonas del dolor. El sillín era un potro que sujetaba las manos al manillar; las ruedas, tornos que tensaban las piernas hasta desencajarlas, como si en cualquier momento las rótulas fueran a salir disparadas de las rodillas. La cadena unía con grilletes los pies a los pedales y obligaba a empujarlos hasta perder el aliento sin permitir nunca la relajación o el descanso, sin que el ciclista pudiera detenerse cuando el frío le cortaba los labios o cuando la sed o el calor lo torturaban. El asfalto era el combustible que abrasaba al corredor a fuego lento. A veces, en el trayecto apenas se podía respirar, porque no había suficiente oxígeno en las alturas o porque uno se atragantaba con los ratones del cansancio. Algunos ocultaban bien la fatiga, pero otros resoplaban como volcanes en erupción y había otros cuyo aliento se confundía con sollozos y parecía que estaban llorando…
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