El silbido del mirlo
El señor Palomar tiene esta suerte: pasa el verano en un lugar donde cantan muchos pájaros. Mientras sentado en una perezosa «trabaja» (en realidad tiene otra suerte: poder decir que trabaja en lugares y posiciones que parecerían del descanso más absoluto; o mejor dicho, sufre esta condena: se siente obligado a no dejar nunca de trabajar, aun tendido bajo los árboles una mañana de agosto), los pájaros invisibles entre las ramas despliegan a su alrededor un repertorio de manifestaciones sonoras de lo más variadas, lo envuelven en un espacio acústico irregular y discontinuo y erizado, pero en el que se establece el equilibrio entre varios sonidos, ninguno de los cuales sobresale de los otros por su intensidad o frecuencia, y todos se entretejen en una urdimbre homogénea, sostenida no por la armonía sino por la ligereza y la transparencia. Hasta que a la hora más caliente la feroz multitud de los insectos impone su dominio absoluto sobre las vibraciones del aire, ocupando sistemáticamente las dimensiones del tiempo y del espacio con el martilleo ensordecedor y sin pausa de las cigarras.
El canto de los pájaros ocupa una parte variable de la atención auditiva del señor Palomar: a veces lo aleja como una componente del silencio de fondo, a veces se concentra en distinguir canto por canto, reagrupándolos en categorías de complejidad creciente: gorgoritos puntiformes, trinos de dos notas, una breve una larga, silbos breves y vibrados, borboteos, cascadas de notas que bajan hiladas y se detienen, rizos de modulaciones que se curvan sobre sí mismas, y así hasta los gorjeos.